domingo, 1 de junio de 2008

Poesía de Salvador Puig: una conversación en la catedral

Foto de un cielo patagónico de Thisa, para el hermano Becquer.



Alfredo Fressia

Si hubiera que calificar la obra del poeta Salvador Puig (Montevideo, 1939) y la relación que establece con su público, incluyendo la crítica, ese calificativo debería mencionar, en varios sentidos, la unanimidad. Puig es un poeta "unánime" en la diacronía literaria uruguaya, punto de referencia, pero también personalísima línea de fuga, donde el lector se reconoce activamente frente al acto poético. Ya en su primer libro, La luz entre nosotros, publicado en 1963 (un año "luminoso", contemplado hoy, con el peso de casi cuatro décadas de historia), esa luz mencionada desde San Juan marcaba un deslinde y una superación com respecto a la producción de la época. La luz creada por su palabra ya se imponía con la fuerza de una verdad que excluía la azarosa confidencia autobiográfica para privilegiar la Necesidad que ilumina el verdadero arte.

Los poemarios siguientes, Apalabrar, de 1980, Lugar a dudas, de 1984, incluyeron una parte de sombra y de duda que significó algo más que una respuesta a su locus de creación, un lugar y un tiempo que incluían al Uruguay de la dictadura. Contacara de la luz, la sombra comparecerá siempre, creada por la palabra, ella entraña la mirada del poeta, lo guía, es la tinta misma que explica el blanco de la hoja, y ambas, luz y sombra, se cruzan en el enigma que crea esta poesía. En Si tuviera que apostar, el libro de 1992 que recoge parte de su obra precedente, el poeta "apostaba" que "las palabras cargan/ usos domésticos/ y oráculos, relaciones/ cambiantes", y la poesía "modifica en algo/ las ópticas, perturba/ el leve sentido de lo real".

La primera de las tres partes del presente Por así decirlo (Cal y Canto, Montevideo, 2000) se intitula directamente "Atributos de la sombra" (las otras son "Murallas" y "Del amor") e incluye un poema como "Menos" donde se admite que "No sería grave" no haber nacido, y el paso de los años se vuelve un espectáculo, al que se puede asistir, para contemplar en fin una desolada silla "de espaldas a la puerta". En el conjunto de la obra de Puig, el juego de luces y sombras es fundacional, intrínseco, y el eventual privilegio de una sobre otra no debe leerse como alegoría histórica o parábola biográfica, ni como un sentimiento nuevo frente a la muerte y sus proximidades.

Más bien la sombra estuvo siempre implícita en el poeta de La luz..., y muchas veces explícitamente dicha. Se diría que Puig nunca "acaba" un libro suyo, más bien constuye su Canto, como Jorge Guillén, casi como un desafío al tiempo. De hecho hay en sus publicaciones poemas notoriamente "retomados" (por ejemplo, un antiguo "Tango infinito" puede reanudarse en dos "Continuación de tango" en el libro del 2000). Forma parte de la "unanimidad" de esta producción, creada a lo largo de cuatro décadas, el juego, más de complementariedad que de oxímoron, entre reflexión e intuición, impulso lírico y control recatado, tono grave y lenguaje coloquial, de "conversación", y aun de humor, menciones cultas y populares (literarias, pero también musicales). Y es sin duda lo que da a esta poesía, que nunca es autobiográfica, esa unánime intimidad identitaria, uruguaya y en buena medida ecléctica.

Como sus libros anteriores, Por así decirlo (un título de aspecto "de los ‘60", pero vertiginoso en su polisemia) contiene poemas que logran el milagro de ser al mismo tiempo la pregunta y su intuida respuesta, palabras "arremolinadas" en una aparente y pensada economía de recursos, que van bordando aquí "la sombra entre nosotros". "El pensamiento es de por sí sombrío", afirma el poeta y esa sombra paradójica puede iluminar uno de los mejores poemas de la serie, el que además le da título, "Atributos de la sombra". Es cierto que a veces los textos no logran el delicado, unánime equilibrio entre las fuerzas que suelen tensarse en la mejor obra de Puig. El exceso de cerebralidad, frecuente en cierta poesía ulterior a Mallarmé, puede llevar a un retórico protagonismo del lenguaje que no deja espacio para el enigma ("Mano", o "Rayuela") y es por eso mismo "sombrío". O puede ocurrir otra peligrosa neutralización del equilibrio: que el lenguaje, cuando se escribe a sí mismo -"la mano ignorante y el idioma concertado", según cita el poeta-, no controle su dispersión y tienda al suicidio ("Gran Big", que aquí no logra fundar un universo).

Puig brilla más bien en el minimalismo, cuando va más allá de las paronomasias para crear la coexisencia de varios niveles de lectura. Los poemas "Del amor", por ejemplo, se niegan a una única lectura "amatoria" y la pretarquiana "Laura" es también el continente de "l’aura sparsi", un segmento extraído del primer verso del soneto XC del Canzoniere de Petrarca ("Erano i capei d’oro a l’aura sparsi"). La puesta en abismo de una segunda persona que pasa por el "Laura" retórico, y que se disuelve ("se esparce") en el aire, "l’aura", suscita una secuencia de poemas de lectura inagotable. San Benito decía que el Mundo se encuentra entre los dos montantes de la escalera de Jacob. En este poemario, la repetida "escalera" (o "escala"), que también cierra el libro ("la escala espera/ colgada, balanceándose, afuera"), enmarca el mundo (y su recelo) creado por la palabra poética. Es por eso que la palabra "arma" (en el doble sentido de dotar de un arma y de dar estructura) y su contario no es el silencio sino la música, que pesa aquí como una nostalgia: "La música desarma al pobre hombre/ la palabra lo arma de palabras" ("Soplo").

Finalmente, el universo de menciones literarias, tematizadas, íntimas del poema, es "unánime" por su misma vastedad. Comparecen aquí poetas y aun críticos uruguayos con los que de algún modo el autor podría sentirse emparentado (de Idea Vilariño a Eduardo Milán), o Petrarca, o Rafael Barrett, o Pessoa, o aun el poeta catalán Ausiàs March, fundador desde el siglo XV de la poesía en su idioma, o Paul Valéry, mencionado en el cementerio marino de "Al margen". Y este diálogo universal entablado por Puig autoriza a ver en "Hora de visitas" la presencia del célebre poema "Encomenda" de Cecilia Meireles. Ambos textos, breves, abordan el mismo tema, el paso del tiempo y la soledad. Ambos recurren a un procedimiento paródico con que el lector se solidariza de entrada, a saber, el espectáculo en Puig ("Pasen a ver..."), el discurso dirigido al fotógrafo en Meireles ("Deseo una fotografía/ como ésta, ¿ve?"), y ambos se cierran con la estremecedora mención de una silla, "vacía" en Meireles, "astillada" en Puig. Hay diferencias entre ellos, por cierto -entre otras, que el poema de Puig es mejor-, pero lo relevante es la capacidad del poeta (de la poesía) de absorber y recrearse sobre el extenso cuerpo literario.

Muchos de los unánimes lectores de Por así decirlo podrían preferir otros libros del autor. Es legítimo, sin duda. Pero deberían recordar que la obra de Puig se aproxima a un monumento sincrónico, donde las partes dialogan como los frisos, mínimos, de una catedral: entre reflejos y penumbra surgen siempre iluminaciones antiguas e inesperadas. Y en todo caso, el poeta no puede detenerse, condenado a la poesía para no sucumbir, como dice el verlaineano "De la música": "Mirá que el blanco se nos viene encima./ Y mirá que nos borra ¿eh?/ Sin piedad/ Sin palabras/ La música".


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