Esto es bello. Álvaro en el vestuario casero, esperando que salga el buen sol valenciano para salir a la cancha del mundo con los colores de nuestro corazón. Baberos gigantes para el padre y para el tío montevideano.
para mi sobrino valenciano Alvaro Leivas
Desde los cuatro o cinco años, siento una vibración muy especial por los colores negro y oro, por el nombre, Peñarol, en el que resuenan ecos de voces de barrio ferroviario, historias familiares y leyendas inolvidables. Una serie de hechos encadenados, la vida de uno de mis tíos más queridos, el ciclo deportivo excepcional desde fines de los años 50, hicieron de mí un manya, enamorado de su club, embriagado en la gloria que trajeron consigo Alberto Spencer, Juan Joya, Pedro Rocha, el gran capitán Goncalvez, Fernando Morena y tantos otros, jugadores de las últimas cinco décadas.
Amo ese mágico momento en el que el equipo sale a la cancha y las tribunas estallan en una explosión como en una reacción en cadena, que sacude el corazón y hace temblar las piernas y todo el cuerpo.
Es el momento más Peñarol de un partido, con independencia de todos los posibles resultados, es el instante preciso en el que uno reafirma su amor por el club glorioso, al que hemos ganar en tantas tardes y perder como un grande también, en tardes más grises y penosas.
Pero aquí, hay un asunto raro, que tal vez hagan de mi un manya naif o al menos, vegetariano.
Cuando Peñarol sale a la cancha, mi corazón está pendiente de mi equipo, no importa el rival que tengamos enfrente, ya sea el Real Madrid o el rival de siempre.
Mi amor por el manya no está supeditado a odiar a los rivales, a despreciar su historia, su mística y su grandeza, que nos vuelve más grandes cuando les ganamos. Y también grandes cuando nos derrotan, por ellos deberán admitir que ganarle a Peñarol no es poca cosa, es rozar los sutiles dedos de la historia y poder entrar en ella para siempre.
En 1966, después que Peñarol dio vuelta un partido en el que perdía 2-0 y que ganaría luego por 4-2 frente al River Plate argentino, poderoso equipo de entonces, para coronarse Campeón de América, aprendí que el Manya no da partido por perdido. Y que hasta el último instante, hay chance de un dulce sorbo de gol.
Pero entonces, mientras oíamos el relato por la radio de don Carlos Solé, junto a mi tío Pirulo, yo escondía la cabeza en la almohada y lloraba silenciosamente.
En el entretiempo, el tío me contó de Mario, otro tío, al que todos queríamos mucho, que había jugado en la selección de Paso de los Toros, en la de Tacuarembó, en Central y que pasaría después pasaría a Peñarol.
El Tío Mario no tuvo mucha suerte, tenía al gran Obdulio Varela por delante en su mismo puesto y después le apareció a una afección cardiaca, perversa herencia genética que lo mataría a los 48 años, dejando tres hijos muy pequeños, mis primos hermanos Bimbo, Mario y Miriam.
La vida te da y te quita, Mario da Cunha tuvo el alto honor de vestir la camiseta aurinegra, y con ello hizo felices y llenó de orgullo a mi abuela y mis tíos.
Pirulo me contó del dolor profundo que sintió cuando su hermano dejó la práctica activa del deporte y de como sufría desde afuera, cuando después de recibirse como técnico en electrónica, el Club le consiguió un puesto en el cuidado de la red lumínica del Estadio Centenario.
Con sus palabras, me dijo que Peñarol es un nombre amado y amable, que no está asociado a la mezquindad, a las miserias humanas, a las bajezas y a las cobardías.
La reflexión del tío Pirulo desde aquella tarde en casa, en 1966, me enseñó a querer al club sin odios y sin amarguras.
Quisiera asociar tu imagen valenciana, tan cerca y tan distante, a las mejores tardes de mi vida, cuando te pongas los colores de Peñarol.
a Don Carlos Solé y al Dr. Carlos Da Silveira
que en 1966 la paró con el pecho, burlándose
de la delantera de Peñarol
de la delantera de Peñarol
no se puede vender la piel del león
antes de matarlo y rematarlo
y dejarlo bien muertito
no sea que en el último aliento
sienta el llamado de la selva
y de un zarpazo te abra el pecho florido
o sea
si te burlas y expones
creyéndolo atrapado en las redes:
a llorar al cuartito.
antes de matarlo y rematarlo
y dejarlo bien muertito
no sea que en el último aliento
sienta el llamado de la selva
y de un zarpazo te abra el pecho florido
o sea
si te burlas y expones
creyéndolo atrapado en las redes:
a llorar al cuartito.
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