La noticia de la muerte de Dorival Caymmi fue casi como la del abuelo que no conocí.
Anduve todo el día con una sensación de pérdida, de desamparo que no confesé a nadie entonces, y que comparto ahora. Como siempre, me consolaré pensándolo de gira, por alguna playa celestial, cantándole a pescadores alados, carentes de naufragios y penas.
¨94 años son muchos¨, diría Sylvia con su lógica reflexiva, y es probable que no haya dolor en la partida de un hombre que vivió a su aire, con una vida plena, con unos hijos maravillosos, cruzados con el Padre Mar y con la Madre Música, con sangre de Caymmi y de cocos jugosos.
¨No puede haber pena¨, dice mi cabeza,¨sino memoria festiva, de Dorival y sus canciones del mar, que no tienen edad como él, que no nunca conocerán la pleamar, aguas en retirada¨.
Es así, me digo para aventar la melancolía y la bajante del corazón.
Pero, por un rato al menos, todo resulta inútil, Caymmi se ha ido y la tristeza no tiene fin.
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