lunes, 20 de octubre de 2008
SORIANO, NO SE VAYA.
Utopía, una cultura en deuda
“Rebeldes, soñadores y fugitivos”
Osvaldo Soriano
Artículo de 1987, pleno de vigencia
En estos tres años de democracia, o de transición a la democracia, como ha preferido llamarlos Juan Carlos Martini, hemos ganado un enorme espacio de libertad. Me pregunto qué hacemos con esta libertad y si no la estamos desperdiciando, o matando, simplemente por no utilizarla para debatir los grandes temas que la sociedad argentina aún no ha resuelto.
Me refiero a la lucha que deberíamos librar contra el oscurantismo que todavía nos amenaza: somos cautelosos ante la deuda externa, ante la reacción de la Iglesia, el Ejército y los burócratas sindicales.
Eludimos la obligación de discutir y elaborar el pasado, como si aceptáramos clausurar el debate con la tesis simplista de que la lucha armada fue producto de la locura de unos pocos y que ella es culpable de todo lo que nos ha ocurrido.
Los que piensan así se contentan con la condena a unos pocos militares asesinos que fueron el brazo armado de una clase social aterrorizada ante la posibilidad de cambios que ponían en peligro su propia existencia.
Ahora el gobierno anuncia la era de la modernidad tecnológica sin tener en cuenta el contexto de dependencia, atraso, pobreza, analfabetismo y desocupación.
En verdad, pocos quieren asumir la crisis en toda su dimensión, económica y moral.
Las frases vacías y el cinismo intentan disimular la falta de un proyecto de sociedad que termine con el éxodo de los jóvenes, que nos saque de la dependencia y la humillación para hacernos libres en un mundo que entra de lleno en la revolución informática.
Resulta fácil, en este cuadro de situación, el entierro de las utopías y la aceptación del pragmatismo salvaje.
Las clases dominantes odian los sueños porque son incapaces de producir una poética del futuro.
Prefieren el pragmatismo, porque en el terreno de la eficiencia la derecha ha ganado siempre y lo demostró otra vez en el “Proceso de Reorganización Nacional” que liquidó una cultura que, al menos, creía en una sociedad mejor, más justa y solidaria.
No se trata de defender el estado de cosas que vivimos hasta el comienzo de la dictadura. La metodología de la violencia sin respaldo popular es indefendible.
Creo que hoy debemos llamar la atención sobre la desesperanza, la indiferencia y el individualismo, creo que son la exacta contracara de una sociedad realmente democrática y solidaria.
De pronto, muchos intelectuales han decidido eliminar de su discurso temas que son atribuidos a un pasado según ellos digno de ser enterrado: la miseria, la explotación y la marginación parecieran haber desaparecido de la Argentina simplemente porque no se los nombra, o porque son inaceptables para cualquier conciencia que se suponga honesta.
El imperialismo cambia y se adapta a los nuevos tiempos, mientras los intelectuales y los partidos que se dicen populares se quedan sin argumentos, o aceptan los del enemigo.
La deuda externa, que es la nueva forma que adquiere la dominación, nos atará los pies, las manos y las ideas durante generaciones (hasta el año 2010 dicen los más optimistas) y esto no parece quitarle el sueño a mucha gente ni despertar la imaginación de quienes tenemos el deber de elaborar soluciones no convencionales.
Pareciera que lo más cómodo es plegarse a las voces dominantes, aceptar la cautela paralizadora y el cuento del sentido común.
Sí, además, uno de cada dos jóvenes se quiere ir del país, ¿quién va a aportar, entonces, la cuota de locura que necesita toda gran empresa de cambio y de liberación?
La nuestra es una cultura en deuda dentro de una política de deuda.
Son mayoría los intelectuales del Post-Proceso que se han vuelto cada vez más insulares y específicos. Fragmentarios, oscuros, eliitistas.
No les preocupan realmente las víctimas de un sistema inhumano: para ellos no existen condiciones feudales de explotación, no les interesan las luchas de Chile, de Sudáfrica, de Afganistán, ni la agresión a Nicaragua. Casi hasta les alegra que sea Reagan y no los pueblos quienes derroquen a dictadores anacrónicos como Marcos y Duvalier.
Nuestra cultura de solidaridad ha sido aniquilada y estamos aquí para cambiar ideas sobre su reconstrucción.
Tenemos que advertir entonces, que por primera vez en mucho tiempo, la derecha elegante ha copado el universo de las ideas que hasta hace una década eran monopolio de las izquierdas más lúcidas.
Existe hoy una línea refinadamente reaccionaria que se viste de democrática y anticolonialista, porque ha tenido que volverse más presentable ante la opinión pública
En el diario Clarín, el ideólogo derechista francés Alain de Benoist lo explicó a grandes rasgos: los desencantados de la izquierda aceptan hoy las viejas ideas de la derecha tiñéndolas con las banderas más elementales del antiguo socialismo. Esa derecha está financiada por las grandes corporaciones multinacionales.
Se monta en los sueños frustrados de la izquierda y utiliza argumentos de pensadores marxistas como Antonio Gramsci. En los países dominantes aportó el sustento ideológico para las victorias de Reagan, de Margaret Thatcher, de Kohl, de Chirac o para copar a casi todos los gobiernos social-demócratas.
Nunca, desde entonces, los trabajadores han perdido tanto terreno en el plano de las conquistas sociales que costaron siglos de luchas sangrientas.
Sin embargo, leyendo a Alain de Benoist, pope de la nueva derecha, a uno le parece estar frente a alguno de nuestros pensadores de la izquierda descorazonada, del democratismo reflexivo.
No sé hasta qué punto el combate por una verdadera democracia involucra a la literatura.
Estoy seguro de que los escritores tenemos mucho que hacer. Pero no lo haremos todos juntos porque no estamos todos del mismo lado.
Tenemos que recuperar las banderas de la fraternidad, de la denuncia, del progreso.
No conseguimos poner de acuerdo los apetitos personales con los objetivos de la clase trabajadora derrotada en estos años trágicos.
Y ante lo complejo de la tarea, hay quienes piensan, aunque no lo confiesen, que la mejor salvación es la salvación personal.
La verdadera salvación está en la audacia intelectual, en la locura creadora.
En la utopía, que mantiene viva la esperanza de que un día seamos mejores.
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